3 de enero de 2017

DOS MIL DIECISIETE







Volví de las vacaciones. Enorme cantidad de mensajes me esperaban. Comparto el de mi paciente Gery:
“Antes de obnubilarme con convites y pan dulce, y a punto del abarrote de votos para el nuevo año, me pregunté si algo -algo real aunque minúsculo, aunque desapercibido- podría hacer para que ya no se engañe, maltrate o destruya a la gente. A toda la gente. A tanta gente.
No he dejado de buscar respuestas, créame.
Pero en el mientras tanto me propuse una mínima tarea que usted quizá considere ingenua, obvia. Hasta cursi. Esa tarea es: respetar a los demás. A uno por uno, a los que tengo cerca o muy cerca, a los que me cruzo en los trajines simples de cada día.
Imagino su cara. Imagino esa forma suya de levantar apenas una ceja cuando supone que me estoy lanzando a rebasar en rojo.
Quédese tranquila: tengo claro que no puede ser un gesto aislado. Y que no se trata de condescendencia. O falsa simpatía. No es ganarse algo a cambio, ni es andar de salvador o propinando recetas. No es ensalzar, ni lisonjear. No se trata de soltar lugares comunes, dar palmaditas. 
Y qué sí es, supongo que querrá averiguar.
Y yo le aclararé que no lo sé.
Y no lo sé porque cada uno tiene ha de concebir la propia forma de respetar al otro. Crear esa forma y ejercerla con pasión para entonces ver qué sucede, qué nos sucede.
¿Dejarán por eso de violentar o devastar en nuestro derredor o en el resto del mundo? Tampoco lo sé, pero por algún lado hay que comenzar.”


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