16 de mayo de 2018

PROTAGONISTA





Rafael arriba al consultorio tan enojado que ni puede hablar. Deambula farfullando.
Katy y Rafael tras convivir cuatro años, finalmente se casaron.
Él se había resistido, tenía sus argumentos; a veces quería y a veces –las más- no.  Ante el dubitativo, ella también portaba argumentos para exigirle. Ambas familias fisgoneando: el futuro suegro de Katy convencido de que ella era inestable, Rafael tildado como terco insaciable por los padres de ella.
Llegó el momento en que Rafael temió perder a Katy por su intransigencia, y que si llegase a perderla no se lo perdonaría nunca.
Así, en diciembre pasado fue la boda. Fiesta vaporosa, luna de miel fugaz, mudanza a un apartamento con mucha luz. 

      … cómo no lo vi. Cómo soy tan estúpido que no lo vi. El sábado se fue al gimnasio y me quedé en casa, esperándola. Como siempre, yo esperándola. Reconozco que me puse a revisar sus correos: no sabe que tengo la clave de acceso a su compu. Anda con un tipo, un compañero del estudio. Palabritas de amor. Le dice mivida. Le mandó fotos: ella sonriente, ella con un gesto invitante, ella en nuestra casa. Y le habló de mí con cierta sorna, tratándome de ingenuo obsesionado por el trabajo. Y él promete cosas que le privo de repetir porque me pondría a llorar y lloré todo el fin de semana y ya no puedo, no puedo…

No sabe él cómo continuar con la relación. Katy sugiere que se tomen un tiempo para pensarlo.

     …lo que me duele, lo que realmente me duele,  es no ser yo el que está decidiendo.  Odio no haber escuchado a mis dudas, que se haya salido con la suya en eso de casarnos. Odio que ahora se comporte como si estuviera sufriendo: ¡soy yo el que sufro! Ella baila la conga y yo no duermo hace días… 

Decido permanecer callada. Porque Rafael está descubriendo lo que hacía falta. Y el enojo quizá, quizá digo, le permita averiguar cuál es el protagonismo que anhela.

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